Todo ser humano, por el simple hecho de existir y ser consciente, conoce también de la fragilidad de la vida y de su propia finitud. A menudo nos distraemos con los detalles cotidianos y en ese transcurrir nos olvidamos que somos mortales. De ahí que cuando nos llega la noticia de que alguien ha fallecido, aunque dicha persona no nos fuera muy cercana, su muerte sacude nuestra esencia y nos confronta con una sensación de vacío y desamparo. “¿Cuál es el sentido de la vida?”, suele ser entonces el mayor interrogante que nos invade, como si descubrir tal sentido fuera imprescindible para aplacar nuestro vacío existencial. Y en efecto la muerte, tomada como un límite certero, logra movilizar en nosotros esa sabia pregunta que nos permitirá lograr una existencia más auténtica y plena.
Muchas personas se confunden en el deseo de los otros, pierden de vista sus propios deseos y simplemente acatan lo que se supone que los otros esperan de ellos. Así es cómo ese deseo ajeno puede convertirse, de pronto, en un “deber ser” para un sujeto, haciendo que sus propios deseos empiecen a desvanecerse. Y si esto ocurre, no podemos hablar de una existencia verdadera, dado que ese individuo pierde de vista su propia individualidad. Sin duda esa persona podrá cuestionarse alguna vez acerca del sentido de su vida. Pero habrá de ser una pregunta dirigida a los otros, a esos otros que de algún modo digitaron su existencia. Sin embargo los otros no pueden encontrar un sentido que no les pertenece. La pregunta acerca del sentido de tu vida sólo puedes hacerla ante un espejo. Sólo tú puedes encontrar una respuesta, sólo tú puedes descubrir quién eres y cuál es la misión que deseas realizar.
Un espacio separa el modo en que vivimos de la manera en que quisiéramos vivir. Y allí, en esa brecha amplia o angosta, un vacío molesto hace su nido. No es raro que un domingo, cuando ya no nos distraemos con el trajín de las actividades de otros días, una angustia menor se precipite sobre nosotros. El domingo por fin nos deja sin excusas, frente a frente, de cara a lo que somos cuando por fin nos alejamos del “deber ser”: al borde del vacío. ¿Por qué no acude entonces a salvarnos el deseo? Tal vez porque nunca nos hemos atrevido a interrogarlo. Tal vez porque lo hemos sepultado demasiado tiempo. Tal vez porque el verlo asomar nos recuerda cómo y cuánto nos hemos traicionado a nosotros mismos.
Es claro que únicamente al despertar la capacidad de conectarnos con nuestros deseos es que podremos apuntar a un cambio auténtico. Si nunca te cuestionas, no habrás jamás de hallar una respuesta. Primero debes descubrir qué quieres, después atreverte a perseguirlo. Quizás allí puedas hallar un sentido real a tu existencia. ¡Pregúntate quién eres! ¡Pregúntate también quién quieres ser! Tal vez sólo se trate de hacer algo con esa diferencia.
Vea aquí entrevista televisiva al Lic. Daniel A. Fernández:
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